Por Sergio Negri
En estos días podemos ver a Lionel Messi, uno de los mejores futbolistas de la historia (sino el mejor), quien acaba de alcanzar la tan ansiada Copa Mundial en Qatar con su Argentina, y así fue siempre, que, cuando un pibe se le acerca y le pide un autógrafo o una selfie, con su tímida sonrisa, acepta gustoso. Con ello, quizás sin saberlo (o tal vez comprendiéndolo perfectamente por sus propios humildes orígenes), con ese sencillo acto le cambia la vida definitivamente a su esporádico interlocutor.
Eso es lo que generan en todo tiempo y lugar las grandes figuras de cada actividad quienes, con su mera presencia, cambian un estado de cosas de un entorno que, desde su presencia, ya no será el mismo.
En su medida, en su propio círculo (que es menos cerrado de lo que se supone), eso les sucede a los campeones mundiales de ajedrez. Algunos dejarán su huella en forma más dramática y rimbombante (al estilo de Bobby Fischer, por dar un nombre), otros dejarán la impronta desde su circunspección y caballerosidad (Vasili Smyslov puede ser paradigma de ello).
Nos preguntamos si cuando Anatoli Karpov visitó la histórica ciudad de Cádiz, esa tan bien retratada por ejemplo por Arturo Perez-Reverte en su novela “El asedio”, podría suponer que su paso por el lugar marcará a fuego a todos los circunstantes que lo tuvieron en forma próxima.
Y eso le pudo ocurrir al ruso en la Rosario de Messi, en la Chennai de Vishy Anand, en un pequeño club de su propia Moscú, en la Bagdad de las Mil y una noches, en la Tokio con ojos de mirada rasgada, en la Mérida que alguna vez fue la capital del estado mexicano de Yucatán, en la ciudad de Cairo en donde se edificaron las pirámides que lo siguen mirando todo, o donde fuera.