El escritor Ambrose Bierce y un autómata que juega al ajedrez

Por Sergio Negri

El tema del supuesto autómata que jugaba al ajedrez, que en representaciones públicas conmovió primero en Europa y luego en América hasta que se terminó descubriendo que era un gigantesco fraude (no era un dispositivo mecánico sino que había un jugador de ajedrez oculto en su interior que accionaba las palancas dando los movimientos de las partidas que se disputaban), mereció la atención, además de Edgar Allan Poe (1809-1849), quien aportaría argumentos muy sólidos para poner en evidencia el timo (ver trabajo sobre el tema en Edgar Allan Poe y una diatriba que enriqueció al ajedrez), de otro escritor norteamericano, Ambrose Bierce.

Este, nacido el 24 de junio de 1842 en Meigs, Ohio, quien habrá de morir en México en 1913 en circunstancias muy misteriosas, aludió al autómata en un relato fantástico publicado en 1909 bajo el nombre de Moxon’s Master (conocido en castellano como La partida de ajedrez o también como Amo Moxon).

Allí se describe a un robot que juega al el cual, además de sus destrezas lúdicas, también posee algunas inquietantes tendencias sádicas. En este trabajo Bierce, como no podía ser de otro modo, especula sobre el misterio de la inteligencia humana valiéndose del argumento. El relato comienza con una pregunta que encierra toda una duda filosófica:

Ambrose Bierce (por J. H. E. Partington, fecha desconocida)

“-¿Lo dice en serio? ¿De veras cree que una máquina puede pensar?”.

El interpelado en el interrogante era Moxon quien, acudiendo a cierta etimología, no dudó en plantear que el propio hombre podía ser considerado una máquina ya que:

“-¿Qué es una máquina? -inquirió un poco después-. Esta palabra tiene diversas acepciones. Por ejemplo, tomemos la definición de un diccionario: «Todo instrumento u organización por el que se aplica y hace efectiva la energía, o produce un efecto deseado.» De ser así, ¿acaso el hombre no es una máquina? Y admitirá usted que el hombre piensa… o eso se imagina”.

Nada satisfecho el interpelante, veía como Moxon, se iba por la tangente. Su interlocutor temía que su crónico insomnio podía estarle afectando su cerebro. Él sostenía, por ejemplo, que las plantas podían pensar y hasta los minerales, como lo demostraba el proceso de cristalización. Al escucharse unos ruidos contiguos, Moxon admitió que allí dentro tenía una máquina que por momentos «perdía los estribos». Quizás ello ocurría emulando a su dueño, quien continuaba con su planteo de este modo:

“-Sí, naturalmente, usted no está de acuerdo con quienes aseguran que toda la materia es sensible, que cada átomo es un ser individual, vivo y consciente. Yo sí. La materia inerte, muerta, no existe; toda está viva; toda la materia posee fuerza, instinto, energía real y potencial. Toda la materia es sensible a las fuerzas que la rodean y puede asimilar las facultades que residen en organismos superiores con los que se pone en contacto, como por ejemplo las del hombre cuando transforma dicha materia en instrumentos. La materia absorbe en tal caso parte de la inteligencia y de las intenciones del ser humano que la modifica, haciéndolo en mayor grado cuanto más complicados sean el mecanismo y su trabajo a realizar”.

Enredados en diálogos filosóficos sobre el tema, al amigo de Moxon, al cabo de la conversación, le resonaba una frase a la que le hallaba múltiples sentidos:

“La Conciencia es hija del Ritmo”.

Al regresar más tarde, irrumpiendo en el taller contiguo a la habitación en la que antes habían departido, este amigo observa que:

“Moxon estaba sentado frente a la puerta, ante una mesita sobre la que una vela proyectaba la única luz de la habitación. Delante de él, de espaldas a mí, había otra persona. Encima de la mesa, entre ambos, había un tablero de ajedrez; al ver pocas piezas encima del mismo intuí que la partida se hallaba muy avanzada. Moxon demostraba un enorme interés, aunque no tanto, al parecer, en el juego como en su contrincante, al que miraba de forma tan intensa y penetrante que, pese a estar directamente en su campo visual, no se fijó en mi presencia. Tenía el semblante muy pálido y sus pupilas relucían como carbunclos. A su adversario sólo le veía la espalda, pero aquello me bastó, pues creo que en mi interior no deseaba verle el rostro”.

El contrincante misterioso de Moxon sólo medía metro veinte de estatura, con unas proporciones semejantes a las de un gorila, muy ancho de hombros, cuello corto y recto, y una cabeza cuadrada. Una túnica le cubría la parte superior de su cuerpo. Las piernas y los pies resultaban invisibles. Su antebrazo izquierdo se apoyaba sobre su regazo; movía las piezas con la mano derecha, que era colosalmente larga y ancha. La partida se realizaba velozmente aunque, mientras Moxon apenas miraba el tablero antes de efectuar un movimiento, su contrincante en cambio movía las piezas lentamente, de manera uniforme, mecánica. Era nuestro autómata ajedrecístico, el cual comenzó con extraños movimientos:

“Parecía haberse apoderado de su cuerpo una leve pero continua convulsión. Su cuerpo y su cabeza se estremecían como si fuera presa de un ataque de epilepsia, y el movimiento progresó hasta que todo aquel ser estuvo violentamente agitado. Se puso en pie con brusquedad, derribó la mesa al hacerlo, y extendió ambos brazos al frente, con la postura del nadador que está a punto de zambullirse en el agua. Moxon quiso retroceder, pero ya era tarde; vi las manos del extraño personaje cerrarse en torno a la garganta de un amigo, unos instantes antes que la vela, que cayó al suelo al volcarse la mesa, se apagara, dejando a oscuras la habitación”.

Cuando acude en su ayuda, el amigo comprueba a Moxon con la garganta apresada por aquellas manazas de hierro, con los ojos desorbitados, la lengua fuera y, paradojalmente, en su asesino se veía

“…una expresión meditabunda y serena, como si estuviese ocupado en la solución de un problema de ajedrez”.

Poco después el relator del cruento hecho aparece en un hospital donde se le informa que había sido rescatado de un incendio ocurrido en lo de Moxon. Y que este había sido enterrado, no el cuerpo en su totalidad, sino más precisamente lo que había quedado de él. Su rescatista, un obrero de nombre Haley, fue consultado sobre si también había salvado al autómata. La cosa termina con cierta ambigüedad, dentro de un clima que bien puede ser realista, bien puede tener detalles oníricos, ya que se termina el relato precisándose:

“-Desde luego. Yo vi cómo estrangulaba a Moxon…

Todo esto sucedió muchos años atrás. Si hoy me lo preguntasen, mi respuesta sería mucho menos categórica”.

El texto del cuento en idioma inglés puede ser consultado en el siguiente enlace: https://loa-shared.s3.amazonaws.com/static/pdf/Bierce_Moxon.pdf

©ALS, 2022

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