El Gambito de las Musas (en el día del cumpleaños del maestro Antonio Gude)

Lo literario en ajedrez y ajedrez en la literatura moderna

Por Antonio Gude

Naturaleza del juego-rey

El juego es más antiguo que la cultura y pervive en la sociedad como constante existencial, representando una de las necesidades vitales más importantes del hombre. Todo juego es, según nos enseña el gran historiador holandés Johan Huizinga, “una actividad libre (…) y está lleno de las dos cualidades más nobles que el hombre puede encontrar en las cosas y expresarlas: ritmo y armonía.” El ajedrez lleva transitando un largo camino, pues su historia se remonta en torno a los quince siglos de existencia probada. Sabemos que tiene sus antecedentes en otros juegos, como el chaturanga -en el que se reproducía la formación del ejército indio en sus cuatro cuerpos: infantería, caballería, carros y elefantes- y el ashtapada, que se jugaba ya en el siglo II antes de C., sobre un tablero de 64 casillas, y en el que tenía lugar una suerte de carrera.

Los chinos tenían el hsiang-chhi, una especie de ajedrez astrológico, en el que las piezas se arrojaban sobre el tablero, a la manera de los dados, y su posición sobre el mismo determinaba un mecanismo ritual que propiciaba la adivinación y el augurio. Resulta curioso que una variante de los dados (=azar, en árabe) constituya un antecedente de nuestro ajedrez, un juego que por excelencia contiene precisamente la abolición del azar, concepto que ha sustentado uno de los versos más famosos de la poesía: “Una jugada de dados jamás abolirá el azar”, sustantivación de Mallarmé a un poema críptico y formalmente complejo.

El filósofo Leibniz parece ser el primero que rebautizó el ajedrez como juego-ciencia, lo que entronca con la eternamente perseguida definición del ajedrez, cuestión a la que no parece difícil, sin embargo, dar una respuesta rotunda: el ajedrez es un juego. Un juego con todos los elementos que su complejidad comporta: artísticos, lógicos, matemáticos, deportivos. Un juego sofisticado y complejo, metáfora de la guerra, pero juego al fin y al cabo. Aquí la boutade de Unamuno, “como juego es demasiado; como ciencia, demasiado poco” no añade ni quita nada, puesto que el ajedrez nunca ha pretendido aspirar a otra naturaleza que no sea la suya.

Antes de pasar a la presencia del ajedrez en la literatura, merece la pena reseñar la importancia del ajedrez en un empleo constructivo del ocio. Moralistas como Franklin, psicólogos y pedagogos modernos han visto en el ajedrez un magnífico ejercicio de preparación para la vida cotidiana, por sus virtudes de disciplina mental, lógica y, en general, porque obliga a sus practicantes a una resolución de problemas concretos jugando, un aprendizaje mucho más efectivo que la reflexión teórica sobre problemas similares.

El ajedrez ejerce una intensa fascinación sobre millones de seres humanos, cuyas motivaciones pueden ser dispares. Tarrasch explicaba así esta fascinación: “No todos podemos escribir una obra de teatro o construir un puente, ni siquiera idear un buen chiste. Pero en ajedrez todos podemos ser intelectualmente productivos y participar así en el refinado placer de la creatividad.”

En principio, el ajedrez es el juego racional supremo y su dificultad y complejidad constituyen un factor primordial en la atracción que el jugador experimenta. El jugador, por otra parte, tiene tendencia a pensar que su capacidad intelectual está siendo puesta a prueba, ya que, eliminado el azar, quedan eliminadas también las posibles coartadas, de modo que es nuestro ego quien se halla en tela de juicio.

Una curiosa definición paralela se encuentra en las declaraciones de grandes ajedrecistas. “El ajedrez es como la vida,” dijo Spassky. Korchnoi titula su autobiografía “El ajedrez es mi vida.” Bobby Fischer, un campeón mítico, corrige: “El ajedrez es la vida.”

2. El fantasma del ajedrez

La poderosa atracción del ajedrez ha hecho que las muchas opiniones favorables acerca del noble juego se trocasen ocasionalmente en negativas, considerándosele un juego de disipación, cuasi satánico a veces, prohibido por las autoridades religiosas. Así, Petrus Damiani, Obispo de Ostia, pidió al Papa Alejandro que lo prohibiese al clero, en el siglo XI. El monje bizantino Zonares (1110) del Monte Athos, afirma, al comentar el Código Canónico, que el artículo 42 prevé la excomunión del clérigo y del seglar que practicasen el Zatrikion (es decir, el ajedrez). San Bernardo de Clairvaux lo prohibió a los templarios en el año 1128. Odo Sully, Obispo de París, decretó, a principios del siglo XIII, que los monjes no podían tener en sus celdas “ni dados ni trebejos de ajedrez.” Fue igualmente prohibido en el sínodo de Worchester (1240), así como en los concilios de Béziers (1255), Trier (1310) y Würzburg (1329). En 1980, en fin, el Imam Jomeini, en su calidad de guía espiritual del pueblo iraní, prohibió totalmente la práctica del ajedrez.

Naturalmente, si tenemos en cuenta las posibles circunstancias que rodearon a esas decisiones, comprenderemos que debieron adoptarse en un contexto de temor por parte de tales autoridades religiosas y que, por lo tanto, seguramente actuaron así ante la presión de posibles amenazas externas, para preservar su culto y la integridad de sus fieles, antes que por las “malignas” cualidades intrínsecas del ajedrez.

3. Lo literario en ajedrez

Hay una forma de antigua narración entre los árabes llamada mansuba. El mansuba es una historia en la que el protagonista se ve obligado a matar para no ser muerto. Algo así como una trama de serie negra, con defensa propia. El mansuba pasó al ajedrez con el nombre de mansubat, o colecciones de problemas en los que uno de los bandos debe dar mate a ultranza, pues está a su vez amenazado de un jaque mate en apariencia irremediable.

Los mansubat introducen, de algún modo, lo literario en ajedrez, dado que estos problemas se inspiran en narraciones cuya estructura, núcleo y desenlace son sustancialmente los mismos.

¿Qué entendemos por lo literario en ajedrez? Teniendo en cuenta que la literatura es el arte cuya herramienta es la palabra, entendemos por ello el hecho de poner la palabra, fundamentalmente escrita, al servicio del ajedrez. Cuando Steinitz, el primer campeón mundial oficioso, declara: “A Dios puedo darle peón y salida de ventaja,” además de soberbio, es literario. Cuando Lasker declara: “En el tablero la mentira y la hipocresía no sobreviven. La combinación creativa desenmascara la presunción de la mentira: el acto despiadado que culmina en el mate contradice al hipócrita,” esta declaración es literaria.

Lo literario actúa como una mera envoltura para justificar la exposición de un tema técnico. En este sentido, son frecuentes los relatos o hilos argumentales cuya justificación y objeto es lo que sucede en el tablero de ajedrez. Estos trabajos, por su propia concepción, apenas suelen aportar consistencia a sus personajes y peripecias, pues toda la acción tiende, casi exclusivamente, a ilustrar una posición, una partida o un problema. Textos como Un robo, o Los cinco mates, del ruso Mark Gordeev, encajan perfectamente en este tipo de literatura funcional. También cabe reseñar una notable serie, publicada en la desaparecida revista argentina El rey, que se denominaba Así jugaba Fefuric, escenificación de las habilidades ajedrecísticas de un supuesto as del tablero: el discurso, una vez más, ilustraba lo que sucedía en el juego, sin llevar más allá las exigencias literarias.

Hay muchos otros ejemplos que no vale la pena consignar aquí, con la excepción, quizá, de los 18 problemas, de Vladimir Nabokov, donde este experto autor describe, con breves palabras, cada una de sus composiciones y puede decirse que brilla tanto en unas como en otras. Aquí, excepcionalmente, lo literario, aunque al servicio del ajedrez, contiene un valor en sí mismo, gracias a la capacidad expresiva del autor.

4. Ajedrez en la literatura moderna

Descartadas las referencias literarias medievales al ajedrez, que son, por cierto, numerosas, tanto en poemas como en gestas épicas y teatro, nos ceñiremos aquí a las referencias literarias al ajedrez a partir del siglo XIX.

Entendemos por presencia del ajedrez en la literatura aquellas referencias en las que el ajedrez interviene en el texto como un elementos más al servicio de la historia, del poema, etc., aunque en algunos casos ese papel sea relevante. No nos molestaremos en mencionar aquellos casos en que el ajedrez hace figura de convidado de piedra, papel en el que a menudo se ve encorsetado, tanto en novela como en cine, en cuyo caso el ajedrez no pasa de conformar una naturaleza muerta, en el sentido más directo de la expresión.

No es casualidad que una pléyade de importantes autores haya consagrado al ajedrez un papel destacado en su obra. Baste citar los nombres de Diderot, Voltaire, Rousseau, Goethe, Pushkin, Tolstoy, Carroll, Poe, Nabokov, Borges, Canetti, Lezama Lima, García Márquez, Arrabal, Isaac B. Singer, Kurt Vonnegut y Patrick Süskind, entre tantos otros. La mayoría de estos autores encuentra en el ajedrez un terreno abonado de estímulos para su creatividad.

5. Poe y Los crímenes de la Calle Morgue

Cuando Edgar Allan Poe, en su prólogo a Los crímenes de la Calle Morgue, afirma que el mejor ajedrecista del mundo no puede ser otra cosa que el mejor ajedrecista, o califica al ajedrez de “estudiada frivolidad”, incurre en juicios más que discutibles de los que el escritor es responsable y que no discutiremos aquí.

Cuando compara, sin embargo, la capacidad analítica del jugador de whist en detrimento del jugador de ajedrez, comete Poe un error manifiesto. Poe percibe en el jugador de whist rasgos que le hacen calificarlo de penetrante analista, entendiendo por esos rasgos la interpretación de determinados gestos, miradas y otros, externos al juego que, ciertamente, afectan en pequeña medida al jugador de ajedrez, cuyo esfuerzo analítico se dirige, por encima de toda otra consideración, a las características objetivas que la posición contiene. Mientras Poe parece sublimar la capacidad de observación del jugador de whist, no percibe la sobresaliente capacidad analítica del jugador de ajedrez para sopesar los distintos elementos tácticos y estratégicos que, en un momento dado, presenta el tablero y que, para el ajedrecista, son el pan suyo de cada día: en esa evaluación constante, en esa sutil apreciación de las ligeras modificaciones que afectan al juego y con las que va tomando forma gradualmente la partida, es donde sobresale el espíritu analítico del ajedrecista. Ese es el proceso analítico (¿Qué otra cosa, si no, es?) que rige la lucha del ajedrez, un juego sutil de planes e intenciones, un juego complejo, como el propio Poe afirma.

También concluye el autor norteamericano que “en nueve casos de cada diez el jugador (de ajedrez) más concentrado triunfa, no el más penetrante.” Una proposición sorprendente, que no merece un desmentido razonado. La pregunta obvia, no obstante, es: ¿de qué le serviría a un jugador mediocre concentrarse sobre una posición difícil, en la que la maestría de un rival superior, experto en detectar los resortes latentes, se impondrá con toda seguridad?

El célebre escritor, por otro lado, se protege a sí mismo de un eventual desacierto desde las primeras palabras del notable prólogo citado, que constituyen una auténtica declaración de intenciones: “Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas son, en sí mismas, poco susceptibles de análisis.” Poe ha jugado a desvelar el mecanismo analítico de la mente, pero no ha dado precisamente en el clavo.

Como Voltaire y Unamuno, Poe pertenece al grupo de intelectuales que, sintiéndose inicialmente atraídos por el ajedrez, experimentaron luego un rechazo hacia el juego-rey. Un rechazo, probablemente derivado del hecho de que nunca, a sus propios ojos, pudieron adquirir un grado de destreza satisfactorio. Tal rechazo, sin embargo, no fue tan fuerte que les permitiese abandonar una posición de empatía hacia el ajedrez.

Nuestro flamante Nobel, Camilo José Cela, escribió un texto que refleja a las mil maravillas la hostilidad que el ajedrez inspira a estos autores. Se trata de Mrs. Caldwell habla a su hijo, donde el ajedrez parece proyectar todas las penumbras del alma. Ésta es la admonición de la Sra. Caldwell:

«Los más violentos odios, hijo mío, las más hondas simas del odio, se abren entre los eruditos, los músicos y los jugadores de ajedrez. (…)

El ajedrez, Eliacim, es un juego para almas astigmáticas, algo que debemos apartar de nosotros como un cáliz amargo. Sólo cuando esto hagamos, Eliacim, y los hombres recobren la libertad que les permite mover las piezas como les dé la gana, podremos encararnos, sin demasiados agobios, con esta breve vida que se nos escapa como una rueda por la cuesta abajo«.

6. Superioridad intelectual, vanidad

El tema de la superioridad intelectual, derivada de una mayor habilidad en ajedrez, aparece en diversos escritos. Esa superioridad, obviamente, sólo lo es en la medida en que los jugadores, que a la vez son los intérpretes de la ficción, pero que podrían ser igualmente de carne y hueso, así lo resienten en su espíritu.

El famoso creador de Tarzán, Edgar Rice Burroughs, escribió un librito poco conocido, El ajedrez vivo de Marte, en el que nos describe la versión marciana del juego-rey, el jetan, que podía jugarse de dos formas: sobre un tablero con piezas (eso sí, negras y anaranjadas), y en forma de ajedrez viviente, donde las piezas (humanas) luchan a muerte por la posesión de una casilla (algo no muy distinto a lo que sucede en nuestros días en el ajedrez de competición). El prólogo es muy ilustrativo:

Como de costumbre, Shea acababa de ganarme al ajedrez, y yo, también como de costumbre, había recurrido a la dudosa satisfacción que podía proporcionarme el acusarle de debilidad mental, llamando su atención por enésima vez sobre la afirmación, convertida en teoría por algunos científicos, de que los grandes ajedrecistas suelen hallarse entre niños menores de doce años, adultos que pasan de setenta y personas de mentalidad deficiente; teoría que olvido con ligereza en las raras ocasiones en que gano.

Theodore Mathieson, autor de serie negra, también retomó esa figura en su relato El compañero de ajedrez, en el que gran parte de la tensión que se crea es derivada de la inferioridad que el protagonista sufre ante su amigo-adversario, lo que acabará desencadenando un drama. Así, toda la situación podría haberse resuelto felizmente, de imaginar el protagonista que iba a ganarle a su amigo. El día que planea matarlo juega lo suficientemente bien como para derrotarlo en toda la línea y esa satisfacción aborta de plano sus impulsos criminales, originados por el rencor acumulado, pero la fatalidad ya se ha puesto en marcha…

En 1982, el escritor inglés Julian Barnes fue a visitar a Arthur Koestler, el famoso autor de El cero y el infinito, con el pretexto de disputar con él un match a cinco partidas. Barnes sabía de la gran afición de Koestler al ajedrez, que le había llevado incluso a comentar para la gran prensa el match Fischer – Spassky, por el Campeonato Mundial de 1972. Koestler se hallaba por entonces aquejado de un Parkinson, lo que le había deprimido profundamente, y unos meses después habría de poner fin a su vida, junto con su esposa. Veamos los comentarios de Barnes a la última partida de este peculiar encuentro:

«Ha llegado la última partida del encuentro, la decisiva. Yo tengo treinta y seis años, y disfruto de muy buena salud; él tiene sesenta y siete, y está muy enfermo. Estamos dos a dos. Tal vez Arthur no vuelva nunca más a jugar al ajedrez. Quizá yo debiera perder, quizá debiera cometer una metedura de pata voluntaria. Como todo jugador de ajedrez, Arthur disfruta cuando gana y detesta perder: es evidente que, por gratitud hacia su obra, por puro cariño, debería perder la última partida.

Al cabo de sólo un par de movimientos, esa clase de ideas me parece puro paternalismo, injustificado y fuera de lugar. ¿Acaso algún jugador de  ajedrez se ha dejado vencer alguna vez? El ajedrez es un juego de agresividad cortés, pero la cortesía y su reglamentación no hacen sino subrayar la agresividad… (…)

La victoria de Arthur hace que, teniendo en cuenta las circunstancias, sienta por él una generosa admiración. (…) Durante la cena, cambia de conversación para comentar con melancolía: “Naturalmente, hoy en día rindo un cincuenta por ciento de lo que rendía en tiempos jugando al ajedrez.

Es decir, que pese a su profunda depresión, Koestler no pudo sustraerse al fuerte tirón de la vanidad, exhibiendo la pírrica victoria ante su esposa.

A propósito del malhumor del ajedrecista que pierde, tenemos también numerosos ejemplos, uno de los cuales es recreado en La pata de mono, de W. W. Jacobs, uno de los cuentos más deliciosos de la literatura fantástica:

«La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa, los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros, que provocaba el comentario de la vieja señora, que tejía plácidamente al lado de la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White. Había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiese.

-Lo oigo -dijo éste, moviendo implacablemente la reina- Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White, con imprevista y repentina violencia-. De todos los barrios, éste es el peor. El camino es un pantano. No sé en qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-. Ganarás la próxima vez».

7. En el Oriente se encendió esta guerra…

En la obra de Jorge Luis Borges, el ajedrez es una constante, aunque discreta referencia. En uno de sus cuentos el ajedrez sirve para explicar las paradojas eleáticas. En el mismo, compara las controversias teológicas con “un largo ajedrez que exige de cada jugador la colaboración del contrario.” En otro, el narrador se afilia a un club de ajedrez, por desidia, a la par que lo hace al partido conservador.

En un poema de Los conjurados, Borges imagina que “El Tiempo ha soñado el cáncer y la rosa, las campanadas del insomnio y el ajedrez.” En una suerte de testamento, cual es el poema La fama, el autor agradece a la vida que le haya permitido ver “crecer a Buenos Aires, haber conversado en Palermo con un viejo asesino, la existencia del jazmín, los tigres, el hexámetro y el ajedrez.”

Pero la mayor aportación de Borges, su mejor homenaje al juego-rey lo constituyen, sin duda, sus dos archiconocidos sonetos, que titula Ajedrez, cuyas riquísimas imágenes y síntesis descriptivas no hacen sino engrandecer la modesta elección del título, y que no puedo resistir la tentación de leer ahora:

I

En su grave rincón, los jugadores

Rigen las lentas piezas. El tablero

Los demora hasta el alba en su severo

Ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores

Las formas: torre homérica, ligero

Caballo, armada reina, rey postrero,

Oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,

Cuando el tiempo los haya consumido,

Ciertamente no habrá cesado el rito.

En el oriente se encendió esta guerra

Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra

Como el otro, este juego es infinito.

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada

Reina, torre directa y peón ladino

Sobre lo negro y blanco del camino

Buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada

Del jugador gobierna su destino,

No saben que un rigor adamantino

Sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero

(La sentencia es de Omar) de otro tablero

De negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador y éste la pieza

¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza

De polvo y tiempo y sueño y agonía?

8. Relato de ajedrez, de Stefan Zweig

El fino psicólogo que había en Stefan Zweig, víctima de los tiempos convulsivos que rodearon a la escalada del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, le hizo interesarse, como virtuoso diletante, por el mundo del ajedrez. Concibió su Schachnovel (Relato de ajedrez) hacia 1939, poco antes de emigrar a Brasil, donde se suicidaría, en 1942.

El relato, que se sitúa en 1923, tiene tres coprotagonistas: uno, el narrador, observador privilegiado de la acción; otro, el campeón mundial de ajedrez, Mirko Czentovic; el tercero, el doctor B, testaferro de la iglesia y nobles de la Austria invadida. A este último, los nazis pretenden sonsacarle información acerca de bienes y depósitos, recluyéndolo en una habitación de hotel, donde durante meses permanece incomunicado, sin más tortura que la de la soledad. Pero en una ocasión puede hacerse con un libro al que se aferra como única tabla de salvación (la salvación por la palabra; recordemos que Zweig  es el brillante autor de la trilogía biográfica La salvación por el espíritu). El libro resulta ser un tratado de ajedrez, juego que el doctor B ya había practicado en su juventud, y en su cuarto va adentrándose, poco a poco, en el ajedrez de los campeones, reproduciendo las 150 partidas del libro con piezas de miga, que él mismo ha construido y modelado, hasta que se harta de ver una y otra vez las mismas partidas y decide jugar contra sí mismo, en un diabólico ejercicio de desdoblamiento de personalidad, y gracias al ajedrez consigue preservar su entereza moral.

«Llegué a conocer las sutilezas, agudezas y perfidias del ataque y de la defensa; comprendí la técnica  de la previsión, combinación y réplica, y pronto descubrí también la nota personal de cada campeón. (…) Lo que había comenzado como actividad destinada únicamente a pasatiempo, se convirtió en deleite, y las figuras de los grandes estrategas ajedrecísticos, como Alekhine, Lasker, Bogoljubov y Tartakower entraron como estimados camaradas en mi soledad.

(…)

Los interrogatorios me probaban que pensaba más clara y concisamente; en el tablero de ajedrez me había perfeccionado, sin pensarlo ni saberlo, en la defensa contra coartadas, amenazas falsas y subterfugios encubiertos; a partir de entonces, ya no ofrecía ningún instante más de debilidad frente a mis inquisidores e incluso tenía la sensación de que los agentes de la Gestapo empezaban a considerarme con cierto respeto. Es posible que en secreto se preguntasen, viendo sucumbir a todos los demás, de qué fuentes ocultas sacaba yo fuerzas para tan inmutable resistencia».

Finalmente, el ajedrez se convierte para el doctor B en una obsesión, generando en él un estado de sobreexcitación que el propio personaje define como “intoxicación ajedrecística.”

En el transatlántico en que viajan todos, un grupo de aficionados desafía a Czentovic a unas partidas en consulta que el campeón gana sin despeinarse, hasta que el Dr. B interviene y consigue salvar una de ellas. Posteriormente, los más aguerridos convencen al Dr. B. para que juegue mano a mano con el campeón, lo que B acepta, imponiéndose. Cuando llega la hora del desquite, y en un estado paroxístico, el Dr. B llega a ver jaque donde no lo hay, abandona la partida y desaparece. El ajedrez acaba por hacer presa sobre su desquiciado sistema nervioso. El desequilibrio conduce al paroxismo, y éste a la pérdida de la realidad.

Es curioso que Zweig presente a un campeón mundial de ajedrez que se comporta como un patán, es un ignorante en todo lo que no sea ajedrez y ni siquiera se esfuerza por disimular su espíritu grosero. Más chocante aún es que afirma que Czentovic no puede imaginar posiciones sin un tablero delante, es decir, no puede reproducir mentalmente las imágenes del juego. Esto demuestra lo poco que conocía el escritor vienés nuestro juego, puesto que un jugador de ajedrez no hace otra cosa que reproducir, aun con el tablero delante, series de imágenes mentales para calcular las distintas variantes y cada una de estas variantes, con sus jugadas y alternativas, no son sino películas de imágenes que hay que reproducir de memoria, de modo  que el ejercicio de visionar, optando por o descartando tal o cual jugada, se lleva a cabo mentalmente, con o sin tablero físico.

En esta obra, en la que el autor rebaja de algún modo el ajedrez, al encarnarlo en Czentovic, de manifiesta indignidad, se produce un fenómeno paralelo al de la producción literaria de Balzac, cuya ideología conservadora no impidió que su obra reflejase a la perfección las lacras de la sociedad que le tocó vivir, lo que la convierte en progresista: un caso tangible en el que la obra creada supera las intenciones del propio artista. Así también en la narración de Zweig, el ajedrez se engrandece y permite que el Dr. B resista al acoso moral que la situación ejerce sobre él: las partidas magistrales le han enseñado a sobrevivir contra las amenazas reales o ficticias, le han enseñado la técnica defensiva y de previsión. El ajedrez le ha permitido salir a flote.

9. La Defensa Luzhin

En 1929 Vladimir Nabokov escribe La Defensa Luzhin, que es publicada por una revista de rusos emigrados en París, e inmediatamente después, aparece el libro en Berlín, en 1930. Nabokov firma la novela con el seudónimo V. Sirin, y tuvo que esperar ¡35 años!, antes de que mereciese ser publicada en inglés, a pesar de vivir en Estados Unidos, desde mucho tiempo atrás. Cierto es, sin embargo, que a finales de los treinta, un editor se interesa por la versión inglesa de la obra, a condición de compartir las musas con el autor… ¡imponiéndole que transforme a su protagonista en músico!

La Defensa Luzhin es, probablemente, la ficción más extraordinaria que jamás se haya escrito sobre ajedrez. No, ciertamente, porque el ajedrez desborde a la novela, antes bien todo lo contrario. Con ser el protagonista un jugador de ajedrez, la presencia de lo psicológico, del entorno, la inadaptación de Luzhin, el encuentro con la que sería su esposa, constituyen lo fundamental. El ajedrez no es sino una presencia velada, que mediatiza la acción, pero que no actúa como un elemento abrumador.

Luzhin-padre no puede evitar, en los primeros capítulos, entrever que su hijo es un ser condenado a la mediocridad, al que le cuesta aprender y en el que no se perciben particulares habilidades de ningún género. Sólo el día en que, por primera vez, juegan al ajedrez (con su hijo ya diestro, que ha leído a Chigorin, jugado a escondidas y analizado en la escuela, a la manera de los hermanos Alekhine) comprende que algo raro está pasando y no se le escapa la peculiar transformación del pequeño Luzhin. Se dice para sus adentros: “Claro, no está simplemente divirtiéndose: está llevando a cabo un rito sagrado.”

El torneo de Berlín constituye un hito en la carrera de Luzhin, quien tras una serie de brillantes actuaciones, deberá enfrentarse a su principal enemigo, el hipermoderno Turati, contra cuya apertura ha estado preparando cuidadosamente su defensa, la Defensa Luzhin. Tras diversas alternativas, la partida se aplaza y antes de la reanudación Luzhin es internado en un hospital, por agotamiento. Poco tiempo después y en un esfuerzo por eludir la trampa que el destino le tiende (que para él no es otra que el ajedrez profesional), se encierra en su habitación y salta por la ventaja, una ventana escarchada que se insinúa como elemento protagonista en varios capítulos del libro. Luzhin se libera así de la gran celada de la vida, a costa de la suya.

El libro, visiblemente inspirado en la vida de Alekhine, es una joya literaria, porque Nabokov, además de maestro del lenguaje, entendía de ajedrez y comprendía perfectamente la tensión que caracteriza, como ninguna otra cosa, al ajedrez de torneo. Sin alharacas, ni grandilocuencias narrativas, Nabokov, con apenas treinta años, escribió una obra maestra, plena de madurez.

Dos brevísimos extractos del libro nos permitirán apreciar la agudeza del autor:

«En el ajedrez, como en el arte, el engaño es parte de la combinación, de las deliciosas posibilidades, ilusiones, perspectivas del pensamiento, que pueden ser, tal vez, falsas perspectivas.

(…)

Las piezas no conocían la piedad. Lo atraparon y absorbieron. Existía un gran horror en esto, pero en ello radicaba también la única armonía, porque ¿qué otra cosa existe en el mundo aparte del ajedrez?«.

10. En clave de humor y epílogo

El famoso cineasta Woody Allen, que brilla igualmente por sus dotes de escritor, hace jugar una partida por correspondencia a dos amigos, en el divertido texto Cómo acabar de una vez por todas con el ajedrez por correspondencia. La partida degenera entre mil y un malentendidos, jugadas erróneas e insultos diversos, a los que el surrealismo añadido de Woody Allen le presta un pintoresquismo irrepetible. Huelga decir que ambos amigos creen tener la partida ganada y a nadie debe sorprender que acaben jugando al scrabble.

Precisamente un jugador por correspondencia, Victor Contoski, acertó al escribir un brillante cuento, al que, si juzgamos por la elegante ironía y agudo sentido de la causticidad, habría que tildar de perfecto. En El Gambito Von Goom, nos narra Contoski las peripecias de su cómico héroe, que a los diez años media un metro sesenta y nunca pasó de ahí. “Poco después de dejar de crecer, también dejó de hablar. Jamás dejó de trabajar, porque nunca empezó.” La carrera ajedrecística de Von Goom se desarrolla de fracaso en fracaso. Hasta que descubre el gambito:

«Supongamos que alguien descubra, por casualidad o investigación, una imagen en el tablero que resulte nauseabunda, una imagen extraña que pregone cosas secretas respecto a la mente del jugador, del hombre en general y del orden del universo. Supongamos que ningún hombre normal pueda contemplar dicha imagen y seguir siendo normal. Seguramente tal imagen ha de estar conformada por el Gambito Von Goom».

El sino de Von Goom cambia radicalmente y sus éxitos se tornan rutilantes, a la par que insoportables para sus colegas, hasta que los mejores grandes maestros deciden buscar una solución y la encuentran: lo matan y esconden su cuerpo en una tumba que nunca fue descubierta, pues al fin y al cabo eran los mejores cerebros del orbe, pero el terrorífico gambito deja su impacto en la realidad:

Hace dos meses, en Camden, Nueva Jersey, hallaron a un hombre de cuarenta y tres años convertido en piedra, contemplando una posición sobre un tablero de ajedrez. En Salt Lake City, el campeón del estado de Utah de repente empezó a chillar, enloquecido. Y la semana pasada, en Minneapolis, una mujer que estudiaba un tablero de ajedrez dio súbitamente a luz dos mellizos… ¡sin estar embarazada!

Hay muchos otros textos enriquecedores sobre ajedrez, que darían lugar a otras conferencias, pero no pueden dejar de mencionarse, por su importancia, Auto de Fé, de Elias Canetti, donde aparece un buen centenar de páginas consagradas al rey de los juegos, y Ajedrez. Navegaciones, de Homero Aridjis, libro de poesía que contiene un par de poemas específicos sobre ajedrez.

Por fin, y puesto que hablamos de literatura moderna, no es posible olvidar la simpar y nunca bien ponderada novela de Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha, donde a los símiles sobre comedia y vida que expone el hidalgo, pretendiendo imbuir a su escudero de las altas virtudes democráticas de la muerte, que a todos iguala, responde éste:

«-Brava comparación -dijo Sancho-, aunque no tan nueva que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura».


Cursos de Verano de la Universidad Complutense

El Escorial, 13 agosto 1990

Reproducido del blog del autor, publicación del 9 de octubre de 2016, en https://antoniogude.com/el-gambito-de-las-musas/.

2 respuestas a “El Gambito de las Musas (en el día del cumpleaños del maestro Antonio Gude)

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